jueves, 26 de junio de 2014

27 de junio. 2 de la mañana.


  Hace unos días escribí una carta. Una carta de perdón. Una carta muy corta para todo lo que llevaba dentro. Una carta que quemé al terminar, dejando que el fuego consumiera todas las palabras, para luego ser apagada y hecha cenizas por la lluvia y el viento.
  Y, claro, como la estúpida soñadora con demasiados libros leídos que soy, me tomé la metáfora demasiado en serio e imaginé que aquellas palabras eran mis sentimientos. Pero no, señores, los sentimientos, desgraciadamente prenden cuando los acercas al fuego pero no se apagan con cualquier gota de agua o soplido de virnto. Como aquellas velas que compraba mi abuela cuando era más pequeña para mi cumpleaños y que por mucho que soplaras no se apagaban. Recuerdo que mi padre siempre tenía que apagarlas con los dedos. Curioso. Tal vez esa sí que sea una buena metáfora.
  En fin, que me voy por las ramas.
  Empiezo a pensar que tal vez necesito a alguien que me ayude a salir de aquí. Mi madre solía decirme que nunca nadie podría quererme si no aprendía a quererme a mí misma. Pero... no lo llego a conseguir, ¿sabes? Es como si estuviera vacía... necesito que alguien me llene. Puede sonar triste o estúpid, pero prometo que ya no sé cómo seguir.

Qué suerte va a ser la cariátide que te sostenga mi cuerpo,
mi cuerpo es el templo de los frágiles.

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